domingo, 6 de diciembre de 2015

NO TODO BICHO QUE CAMINA VA A PARAR AL ASADOR







Entre las anécdotas “gastronómicas” que dejó la guerra por el canal del Beagle, islas e islotes adyacentes, se destaca aquella que da por tierra con un viejo adagio parrillero y que aquí queremos compartir con los lectores.

El grupo comando avanzaba a toda velocidad en su Chevrolet doble cabina por lo que parecía un interminable camino de paisaje llamativo pero monótono. Detrás iba quedando una extensa nube terrosa y el pedregullo golpeando la base del vehículo era la única melodía que servía para mantener despiertos al oficial, dos suboficiales y dos soldados que participaban de la misión: relevar la zona a muy pocos metros de la frontera en el último recodo de la Argentina continental.
La patrulla había comenzado su faena al amanecer y allí el sol despunta muy pero muy temprano.
A media mañana aquella monotonía visual se vio quebrada por la presencia de unos ñandúes picoteando el suelo a lo lejos.
- “Sargento primero, ¡pare, pare!”. Espetó el teniente primero al conductor con marcado entusiasmo. La nube de polvo alcanzó entonces al vehículo y lo envolvió.
Mientras el chofer permaneció en su lugar con el motor en marcha el oficial descendió seguido de los dos soldados y el sargento ayudante que completaba el equipo.
EL teniente primero se adelantó algunos pasos y miraba atentamente hacia aquel grupo de ñandúes que permanecía ajeno a nuestra presencia. “Dame tu fusil…” le ordenó a uno de los soldados quien se lo pasó de inmediato y éste –amante de los animales- cruzó los dedos eyectando pensamientos tales como “que le erre”. Confiaba en la gran distancia existente entre tirador y blanco.
Pero sus deseos no fueron atendidos y el jefe de la patrulla con dos certeros disparos alcanzó a otros tantos grandes ejemplares. Incluso al segundo cuando –junto a los otros adultos y charabones- ya había emprendido su veloz huída tras la poderosa estampida del primer disparo del FAL.
Los animales yacían a unos 200 mts de los comandos argentinos.
- “Traelos”, fue la segunda orden.
El soldado a la carrera se dirigió hasta donde estaba el animal más próximo. Como vio que estaba aún vivo pero con una herida tremenda en su cuerpo no tuvo más remedio que desenfundar su cuchillo de monte y terminar con aquella agonía. Puteaba en silencio y llevó el animal a la rastra descubriendo lo pesado que era. Repitió lo mismo con el otro que sí había muerto atravesado por el proyectil de Fabricaciones Militares.
Los dos ejemplares fueron cargados en la caja de la pick up y el grupo continuó con su misión.
Habiendo regresado al vivac, casualidad o no, lo primero que se escuchó fue un comentario circulante dando cuenta de la sanción impuesta por el teniente coronel jefe de la unidad a un subteniente que –precisamente- el día anterior había matado un ñandú.
- “No digas nada y hacé desaparecer la prueba del delito” fue la nueva orden dada por el teniente primero al soldado del fusil.
- “Dáselos a los cocineros”, agregó.
Y así esa noche al clásico y siempre presente guiso cuartelero se le agregó, en trozos, la carne oscura, muy oscura y dura, pese al largo hervor recibido. Dicen que el soldado, ese día, no retiró su ración.

sábado, 5 de diciembre de 2015

¡AL ASALTO, FUEGO LIBRE Y A DEGUELLO!



El permiso estaba dado. La orden también. Una decisión desafortunada quedó al descubierto por un cencerro delator.


En líneas generales, no faltaba la comida. Solo que a medida que uno se aproximaba a lo que sería la primera línea de fuego aquella decaía en cantidad o, en algunos casos, se veía demorado el suministro.
Para compensar algunas faltantes en cuanto a cantidad y calidad en algunas posiciones, con permiso o sin él, los soldados cazaban algunas de las abundantes ovejas de la región.
Un grupo de solados del Batallón de Ingenieros en Construcciones 121 que estaba camuflado en la ladera de una elevación custodiando un helipuerto de campaña le disparó con una ametralladora multipropósito 12,7 mm a una majada terminando con varias a la vez en una sola ráfaga. La medida la habían adoptado al comprobar lo imposible que era pretender capturarlas a campo abierto y a la carrera. Habían fracasado en varios intentos cuando el grupo pasaba pastando por el lugar.  
En una estancia de la provincia de Santa Cruz el capataz, francés y con “una hija espectacular” como dirían algunos soldados, había dado permiso para que la tropa que acantonaba no muy lejos del casco matara un par de aquellos animales que poblaban de a miles sus extensísimos dominios.
El oficial jefe le dio la orden al suboficial jefe de grupo y éste la repitió seleccionando un par de soldados para tal faena. Esa noche habría un sabroso asado a la estaca.
Los elegidos también comprendieron en forma rápida que era imposible tratar de atraparlas sin lazo alguno ni corral. Así que uno de los solados tomó su FAL y con certera puntería “bajó” dos ejemplares. La cena asegurada y lo que seguía era tarea de los cocineros.
A la mañana siguiente a la ingesta el oficial jefe se presentó ante la tropa requiriendo a viva voz por “los tagarnas” que habían matado a las ovejas. Es que el francés le había puesto sus quejas dado que entre los blancos seleccionados se encontraba la mejor de la estancia y la más apreciada por sus cuidadores al punto tal que el animal portaba un cencerro como guía de las majadas.
“Y… yo le tiré porque era la más gordita”, se justificó el improvisado francotirador. “Con razón tenía una campanita”, acotó en alusión a la que le había quitado al animal una vez abatido y que el capataz encontró en su ronda diaria sobre un charco de sangre en medio de la nada.


UN GRINGO EXPLOSIVO




Decía que era el mejor conductor motorista de la unidad y que no había nada que no pudiera hacer con el pesado vehículo que le fuera asignado.

La jornada parecía transcurrir con su ya tradicional monotonía de campaña. Cada personal en su tarea o sencillamente, en ocio absoluto.
El vivac se había emplazado al pie de un cerro de mediana elevación y el desplazamiento de la tropa entre las carpas era también rutinario, salvo lo que hacía el “Gringo”, soldado clase 59 de origen rural y conocedor en el manejo de camiones y maquinarias agrícolas.
Será por eso tal vez que se le había asignado la conducción del Mercedes Benz 1114 con tanque cisterna para el transporte del gasoil para abastecer a los vehículos del GADA 121 que habían sido desplazados hasta la zona de frontera en la región de Guer Aike.
El “Gringo” era, decían sus camaradas, eso. Un gringo de campo ciento por ciento. Retacón y como tal de autoestima que se proyectaba por encima de su talla. Se las sabía todas en cuestiones de fierros mecánicos. Manejarlos, arreglarlos y obviamente, como todo argentino, hasta “atarlo con alambre” cuando la emergencia presentaba a aquello como única solución al problema planteado. No había nada que el “Gringo” no pudiera hacer.
Y aquel espléndido día soleado no iba a ser una excepción para poder hacer alarde de su destreza como “conductor motorista”. Montado en el cisterna enfiló para el cerro y comenzó a treparlo. Vaya a saber porqué capricho quería desafiar las leyes del estacionamiento vehicular. Y así lo hizo. O por lo menos, lo intentó.
Dejó el Mercedes “empinado” con su freno de mano. Descendió del vehículo y comenzó a descender la lomada a puro pecho henchido. Seguramente –pensaría- no serían muchos los que se animarían a superarlo, siquiera, a imitarlo.
- Che, miren como dejó el camión el “Gringo”. Espetó un soldado disparando los más variados comentarios sobre la destreza o audacia, o ambas cuestiones a la vez, que habrían impulsado al destinatario de aquellos dichos.
Y, seguramente,  el “Gringo” lo sospechaba porque continuaba cuesta abajo como John Wayne regresando al pueblo luego de matar al forajido de la película.
De pronto los murmullos que él no podía escuchar se convirtieron en gritos que no alcanzaba a comprender. Tampoco las gesticulaciones de sus compañeros. Seguramente habrá pensado que eran los vítores de los amigos y chanzas de sus detractores.
Pero no. El camión había comenzado a moverse lentamente atraído por aquella fuerza que el “Gringo” pretendía desafiar. Y aquel movimiento casi imperceptible fue cobrando velocidad.
Los de abajo aleteaban sus brazos y trataban de advertir al “Gringo” que al menos se corriera de su trayectoria. Pero nada. El conductor motorista continuaba su descenso a paso firme y sonriente.
Una piedra desvió sutilmente el derrotero y el bólido sin control pasó raudo por un costado del “Gringo” que reaccionó emprendiendo una carrera con el objetivo –sin éxito- de treparlo para echar mano –o pie- al freno.
La distancia entre hombre y máquina fue cada vez mayor y el camión parecía dirigirse –cada vez con mayor velocidad y descontrol- hacia el vivac. Las voces de alarma hicieron que todo el personal saliera a la carrera de las carpas y buscaran posiciones más seguras.
Pero otra piedra de mayor volumen que la anterior hizo levantar al camión en su trayectoria en reversa y modificar levemente su recorrido para estamparse en un montículo rocoso.
El impacto y la ignición derivada hicieron que una de las tapas superiores de la cisterna saltara por los aires impulsada por un gran chorro de gasoil en llamas. Ese fue el triste final de la unidad a cargo de aquel conductor motorista.
Y el “Gringo” pasó diez días en calabozo de campaña. Dicen, le hicieron precio.